Cuarenta días me franquearon
con ausencia de vida.
Del hospital a la recuperación
perdí parte de mis entrañas.
Fueron días sin sal,
Me hurtaron de la mano
por un camino de arena caliente.
Mis palabras fueron sumisas,
dichas en silencio
Pues la existencia, reciamente, me cerraba sus puertas
Corrí entre lo blanco y lo negro
Sin tomar agua, sin comer pan,
con manojos de seres humanos
que se arrastraban frente a mis ojos cerrados,
buscando mi cara, ocultando sus pecados.
Y en la última noche de mi peregrinación
sin el agua de mi sangre, una voz, lóbrega, me dijo:
Ven conmigo, a mirar el cielo por debajo de la tierra.
Con sonrisa comedida, de su lengua nacieron palabras mordaces:
Vamos a expiar tus pecados purgando tus pasiones.
Me tomó del brazo para treparme a su montura.
Todo lo que ves será tuyo, me sentenció
Te embriagarás de la oscuridad del mundo,
tendrás las mejores viandas en tu mesa,
los mejores vinos correrán por tus copas
y las mujeres hermosas te abrirán sus sentidos
para dominar su espíritu como el superior jinete.
De la oscuridad que transitaba, salió una mujer con mirada severa,
No sólo del pan vive el hombre, le dijo al fruto del leviatán.
No sólo del pecado nace la felicidad, le atajo,
poniendo su certeza frente a la roja mirada del engendro.
Al momento, sacó con su diestra un sable de albor líquido
e interrumpió el camino del poseso.
Con su siniestra me bajó de la montura a medio galope,
Puso mis pies sobre tierra firme.
Levanté mi cabeza y miré a Catalina, mi madre
Y el escalofrío que subía y bajaba por mi espalda
se diluyó como la tranquilidad que viene después de la tormenta.
Sólo alcancé a decirle tres veces gracias:
Una por salvarme, otra por estar conmigo
y la última, por sellar mi camino en medio de las confusiones.
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