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martes, 16 de mayo de 2023

 


Ramada de la Revolución. - Es viernes y es día de procesión en la cuaresma yaqui. Un recorrido por las estaciones que marcan el vía crucis que vivió el padre de la religión católica. En cada una de ellas, representada en la costumbre de este pueblo originario, se encuentran clavadas en la tierra, un par de cruces de madera. En ellas, la rezadora se detiene y con ella los fieles de este pueblo. Dirige un padre nuestro, un ave María, un breve rosario, frente a un crucifijo, también de madera, que cargan en el recorrido, para tratar de sanar y pagar por las culpas que motivaron el sacrificio de Jesús, el hijo del espíritu santo. Detrás de ellos, el ejército de fariseos que marchan al compás de un tambor y una flauta que huelen a la tristeza y el sufrimiento de María por presenciar el sacrificio de su hijo.

Es la interpretación yaqui de la pasión de Cristo. Es el recorrido por el pasaje bíblico, que es la parte nodal de esta religión, porque culminará en semana santa, con el cumplimiento de una profecía clave del antiguo testamento, es decir, con la resurrección de Jesús, para demostrar a judíos y paganos que se trata del hijo de Dios.
Don Nikuti es el gobernador de los yaquis que viven en la colonia del Coloso, aquí en Hermosillo. Su serena mirada y su voz armoniosas, se guían por la fe católica. Sus órdenes son tranquilas y categóricas. Y cada fariseo, las cumple con la devoción que tienen por pagar sus culpas y sus mandas que se propusieron para esta cuaresma.
Cada fariseo marcha envuelto en cobijas a modo de vestimenta. Con tenabaris en sus piernas, marcan el ritmo de su procesión. Cada uno de ellos carga, en su cara y cabeza, máscaras de demonios y animales que ellos mismos elaboraron, bajo el significado de las culpas y deudas que quieren sanar. Así deben andar en la cuaresma, bajo la prohibición de no mostrar sus caras, para que en esto 40 días carguen con sus deudas para que llegue una verdadera sanación con la quema de máscaras después del sábado de gloria

De visita a la sehua, (flor en yaqui)



El jardín de la cuaresma yaqui va creciendo cada vez más. Son más sehuas, flores en yaqui, que se han unido al edén que está a un lado de la ramada de la colonia Revolución. El poder de la iglesia ya se encuentra revelado en este espacio, convertido en lugar sagrado, para este pueblo originario.
Los fariseos, jóvenes yaquis convertidos en sacerdotes que juzgarán al hijo de hombre en Semana Santa, llegaron de su peregrinación. Con el rosario en su boca, cada uno de ellos, salieron a rondar por las calles de la ciudad desde temprano. Y ya es la hora de plantar su sehua en el huerto, que va creciendo y floreciendo con cada uno de sus rezos. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa
Son flores que nacieron de penitencias de jóvenes yohemes, que están pagando su manda para sacar sus demonios o pecados, para ser mejores consigo mismos y con el mundo entero. Cada sehua es una manifestación de fe hacia el hijo de hombre. Y en este purgatorio, los jóvenes tienen prohibido hablar con mujeres durante la cuaresma cristiana. El tamaño de su manda los obliga a ser rigurosos en esta encomienda, que deben cumplir hasta que sus máscaras, que representan a las flores del jardín, se vuelvan a convertir en cenizas el día de la resurrección del Señor.
Cada sehua es una máscara en forma de animales o demonios, por los pecados concebidos en la vida de estos jóvenes, que están condenados a vivir los 40 días en esta ramada. Es como un purgatorio para expiar los yerros que han tenido en sus vidas.
El jardín va creciendo, con sehuas rivalizadas en este campo de futbol, convertido en lugar sacro para los yaquis. Y los jóvenes yaquis se encuentran esperando que la luna se empodere en el cielo para amainar el sufrimiento de este día. Saben que deben esperar la llegada del sol, que ya nos baña con mayores penitencias con su calor abrazador, para salir en su peregrinación con el rosario en su boca, con las cobijas a modo de vestir y con los tenabaris que dan ritmo a su sanación cuaresmal.


Oh, maravillosa roseta de hojas carnosas, te venero por la generosidad de tus beneficios,
una bendición para las heridas, te cultivo en mi jardín como cultivar una rosa blanca.
Aloe de escaso tallo, mi popular sábila, quizás vengas del África, quizás del oriente próximo o de la legendaria Madagascar, aquí creces con el obrar de mis manos y con el aguamor de mi desierto en primavera.

 


Mira el infinito. Fija tu mirada en una rosa de amor y alegría. Con tu mirada, jala esa rosa a tu interior y respira en ella y con ella, hasta que el amor y la alegría de esa rosa, bañe como luz liquida cada parte de tu cuerpo. Así brillarás tu día, cómo rosa de amor y alegría. Bonito día.

Como las olas del mar



Cómo las olas del mar
es la vida
Así de sencilla
como ir
con la sangre
haciendo crestas
de alegrías y corajes en su ir
y con el corazón,
cultivado por la muerte venir.
Cómo un simple paso
de la oscuridad del pecado,
a la luz liquida que crece en las nubes,
en su punto de soltar el aguacero
de la vida.
Cómo las olas del mar
es mi amor por tus manos
cuando subliman las caricias en mi espalda
y regresan con el sufrimiento
de las venas cortadas con tus uñas.
Así son las olas del mar
Vienen y van
Trazando precipicios en sus penachos,
borrando espacios infinitos
con su espuma
que sólo las gaviotas,
a ras de su vuelo,
pueden descubrir el tesoro del mar.
Así de sencillas
son las olas del mar.



Ay, carica de mi paladar
Fruta bomba de mi amor
Creces con donaire en mi jardín
Espero tu crecimiento con paciencia
que me dan mis intestinos
para su placentera sanacion


Cuarenta días me franquearon
con ausencia de vida.
Del hospital a la recuperación
perdí parte de mis entrañas.
Fueron días sin sal,
sin el fruto de las tentaciones
Me hurtaron de la mano
por un camino de arena caliente.
Mis palabras fueron sumisas,
dichas en silencio
Pues la existencia, reciamente, me cerraba sus puertas
Corrí entre lo blanco y lo negro
Sin tomar agua, sin comer pan,
con manojos de seres humanos
que se arrastraban frente a mis ojos cerrados,
buscando mi cara, ocultando sus pecados.
Y en la última noche de mi peregrinación
sin el agua de mi sangre, una voz, lóbrega, me dijo:
Ven conmigo, a mirar el cielo por debajo de la tierra.
Con sonrisa comedida, de su lengua nacieron palabras mordaces:
Vamos a expiar tus pecados purgando tus pasiones.
Me tomó del brazo para treparme a su montura.
Todo lo que ves será tuyo, me sentenció
Te embriagarás de la oscuridad del mundo,
tendrás las mejores viandas en tu mesa,
los mejores vinos correrán por tus copas
y las mujeres hermosas te abrirán sus sentidos
para dominar su espíritu como el superior jinete.
De la oscuridad que transitaba, salió una mujer con mirada severa,
No sólo del pan vive el hombre, le dijo al fruto del leviatán.
No sólo del pecado nace la felicidad, le atajo,
poniendo su certeza frente a la roja mirada del engendro.
Al momento, sacó con su diestra un sable de albor líquido
e interrumpió el camino del poseso.
Con su siniestra me bajó de la montura a medio galope,
Puso mis pies sobre tierra firme.
Levanté mi cabeza y miré a Catalina, mi madre
Y el escalofrío que subía y bajaba por mi espalda
se diluyó como la tranquilidad que viene después de la tormenta.
Sólo alcancé a decirle tres veces gracias:
Una por salvarme, otra por estar conmigo
y la última, por sellar mi camino en medio de las confusiones.

Arregló a dos manos



Día de trabajo. Después de un sueño aterrador, que me dejó un escalofrío que no me quería abandonar, decidí levantarme con el pie derecho, resuelto a probar el estado en que se encuentra mi aparato cardiovascular. Me iré caminando al trabajo, musité, al tiempo que, decidido, me dirigí a darme una ducha. Me tallé con un estropajo, con los que se utilizan para lavar los trastos, con la idea de destapar los poros al cien por ciento de la piel, para que mi sistema linfático no tuviera pretextos para echar los demonios y toxinas en olorosos sudores. Con un desayuno liviano, un cereal con plátano y fresas me sentí listo y me metí unos pantalones de mezclilla, camiseta y unos tenis que uso para mis caminatas.
Me sentí audaz para esta tarea y dije, fierro por las calles de Hermosillo. Sin importar lo que dijeran de mí, caminé por las calles, rumbo al trabajo, braceando al compás de mis pasos. Es bueno para la salud, pensé, porque se estimula y fortalece el corazón, ya muy traqueteado a mis 63 años. Un, dos, tres, cuatro… hasta llegar a las cien braceadas y cambiaba de estilo. Ahora, el ejercicio fue por los lados, hasta arriba de la cabeza, estirando los brazos y estirando los dedos. Luego la derecha arriba y la izquierda abajo y así, agitaba mi cuerpo, cerraba mis ojos para tratar de sentir el viaje de la sangre por mis venas y arterias. Me imaginaba a la hemoglobina como un transporte interno para mover el oxígeno, el dióxido de carbono, las hormonas y todas esas sustancias que se agregaron al desayuno con el cafecito y un vaso de agua.
En diez minutos arribé al Parque Madero. En la puerta de entrada, un letrero avisa del año de su fundación: 1959, cuando gobernaba el estado Álvaro Obregón Tapia, personaje ligado a los terratenientes de la entidad y uno de los llamados cachorros de la revolución. Curiosa la cosa, dije en mis adentros, este parque tiene la misma edad que yo. Pero los eucaliptos, nimes y guamúchiles tendrán la misma edad, me pregunté. Quién sabe, porque la corteza de estos árboles tiene la apariencia de ejemplares veteranos, quizás porque de ellos se desprenden tiras que dejan manchas grises y parduzcas sobre la corteza interior del macizo.
Seguí caminando por el parque. Las hojas verdes azuladas del eucalipto segregaban un olor balsámico que mis narices captan con mayor intensidad a estas horas de la mañana. Ese aceite esencial me recordó los menjurjes que preparaba mi madre Catalina cuando sufría de enfermedades respiratorias, sobre todo, cuando la flema que escupía era de un color verde intenso. Es el signo, nos decía mi madre, de que la infección ya había agarrado vuelo. Y era el momento de poner a hervir agua en un recipiente con estas hojas ovaladas que trituraba para que más rápido se mezclara el aceite con el agua, en su punto de ebullición, para que se desprendiera ese bálsamo medicinal que era atajado con una toalla que mi madre me ponía sobre la cabeza y cubría con ella el recipiente, para que llegara a los pulmones al momento de aspirar el vapor.
Seguí a paso veloz por el parque, hasta que tuve frente a mí un triste pino, con sus ramas parduzcas, caídas como si se lamentaran del calor del desierto. Procuraban un aspecto sombrío que ni los perros que deambulan solitariamente por el parque, se atrevían a marcar su territorio en su áspero tronco; se mantenían a una prudente distancia. Al mirarlo me quedé hipnotizado. Mis brazos dejaron de moverse inconscientemente frente a ese tronco leñoso y elevado. Mis piernas se quedaron varadas y me retrocedieron a un año indefinido, ubicado poco antes de iniciarme en la escuela primaria del barrio. Es un enhiesto como el que se encontraba fuera de la casa vecina a la nuestra, en el barrio en el que viví mi niñez; le decíamos el pino de doña Lupe, una señora taciturna que animaba sensaciones muy recónditas, de abatimiento, como si hubiera perdido a un ser amado en un tiempo lejano que moldeaban su soledad.
Hasta esa época y espacio viaje al mirar la cicatriz leñosa, hasta una noche en que mi cuerpo se agitaba por la fiebre. La voz que salía de mi pecho era como una emanación del averno que apenas podía pronunciar. Mi madre Catalina, preocupada, me hizo aspirar vaporizaciones que preparó con agua hervida y hojas de eucalipto. No había otra opción, pues salir a la calle en búsqueda de un doctor, podría ser contraproducente para mi salud, por la brisa frío que movía las ramas del pino de la vecina, como banderas mal intencionadas y amenazantes. Luego me mandó a dormir para evitar que respirara el viento helado de aquel invierno. Y me fui a la cama que compartía con uno de mis hermanos, en una amplia recámara en la que nos guarecíamos los varones de la casa. Éramos cuatro y había dos camas. Todos se quedaron jugando, como era costumbre, hasta llegada la medianoche.
Al cerrar los ojos me disipé en el tiempo y el espacio, con una extraña sensación que concibió al cuarto como un sótano por el que se entraba a través de una escalinata de madera vieja y crujiente. De ahí procedieron unos pasos de un extraño ser que pensé eran de mi hermano mayor. Bajaba tosiendo, como si sus exhalaciones vinieran de una caverna ubicada en el más allá. Su bajar era lento, eterno, como si la escalinata no tuviera fin.
Quién anda ahí, pregunté asustado. La respuesta fue un carraspeado estentóreo. Eres tú, Ramón, quise precisar. Pero la respuesta fue una tos lúgubre que ahuyentó mi seguridad. Quise levantarme y no pude. Me apoyé con mis manos en la cama para sentarme y no pude sentarme por más fuerzas que aplicaba en mis brazos. Escuché una respuesta. Era una señal con mucha aspereza en la garganta de ese ser que ya no sabía si era mi hermano o era una entelequia que venía de algún círculo del infierno. De nuevo traté de levantarme, pero mi cuerpo empezó a elevarse de la cama con una tranquilidad desesperante. Eres tú Ramón o quién eres, pregunté con una serenidad disimulada que lindaba en un estado nervioso, fustigador. Me aferré a la cama, atrapé las cobijas con mis uñas, como garras, para evitar que la fuerza extraña me levantara como si mi cuerpo fuera una leve pluma que vuela con cualquier soplo de aire. Abrí los ojos y miré que el techo de la recamara estaba a mi alcance. Pero no quise soltar las cobijas de la cama para evitar la flotación de mi cuerpo. El techo estaba más cerca de mi cara. Y decidí rotar la mirada hacia abajo y alcancé a mirarme, como si mi espíritu se hubiera separado de mi cuerpo. Me vi exhausto, estirado como una tabla reposando en la cama. Volví mi cara hacía arriba y el techo ya casi rasgaba mi nariz. Y los pasos que escuchaba de la escalinata seguían bajando, haciendo crujir la madera vieja. La carraspera de ese ser que bajaba al sótano era más ruidosa, como si estuviera cayendo un fuerte rayo lento y profundo. Qué es esto, me pregunté. Es un sueño o es la realidad. Quise moverme y no pude. Mis brazos se quedaron engarrotados con un puño aferrado a las cobijas. Desesperado, decidí concentrar mis energías en una parte precisa de mi cuerpo, crear un punto de apoyo para mover mi universo atascado en esa noche. Concentré la mirada en mi mano. La visualicé, como si fuera una realidad. Luego concentré mi atención en mi dedo cordial derecho y en un momento dado, con toda la energía concentrada en ese punto, intenté mover ese dedo. Y de mi cuerpo salió un manotazo que golpeé a mi hermano, que ya estaba acostado en la cama donde me debatía entre el sueño y la realidad.
Qué te pasa, me dijo, deja dormir. Mi hermano estaba a un lado de mí y esas escaleras tenebrosas se habían esfumado con mi despertar. Entonces, volví a la serenidad, abrí los ojos y estaba extasiado frente a ese pino que se encuentra en el Parque madero.