Día de trabajo. Después de un sueño aterrador, que me dejó un escalofrío que no me quería abandonar, decidí levantarme con el pie derecho, resuelto a probar el estado en que se encuentra mi aparato cardiovascular. Me iré caminando al trabajo, musité, al tiempo que, decidido, me dirigí a darme una ducha. Me tallé con un estropajo, con los que se utilizan para lavar los trastos, con la idea de destapar los poros al cien por ciento de la piel, para que mi sistema linfático no tuviera pretextos para echar los demonios y toxinas en olorosos sudores. Con un desayuno liviano, un cereal con plátano y fresas me sentí listo y me metí unos pantalones de mezclilla, camiseta y unos tenis que uso para mis caminatas.
Me sentí audaz para esta tarea y dije, fierro por las calles de Hermosillo. Sin importar lo que dijeran de mí, caminé por las calles, rumbo al trabajo, braceando al compás de mis pasos. Es bueno para la salud, pensé, porque se estimula y fortalece el corazón, ya muy traqueteado a mis 63 años. Un, dos, tres, cuatro… hasta llegar a las cien braceadas y cambiaba de estilo. Ahora, el ejercicio fue por los lados, hasta arriba de la cabeza, estirando los brazos y estirando los dedos. Luego la derecha arriba y la izquierda abajo y así, agitaba mi cuerpo, cerraba mis ojos para tratar de sentir el viaje de la sangre por mis venas y arterias. Me imaginaba a la hemoglobina como un transporte interno para mover el oxígeno, el dióxido de carbono, las hormonas y todas esas sustancias que se agregaron al desayuno con el cafecito y un vaso de agua.
En diez minutos arribé al Parque Madero. En la puerta de entrada, un letrero avisa del año de su fundación: 1959, cuando gobernaba el estado Álvaro Obregón Tapia, personaje ligado a los terratenientes de la entidad y uno de los llamados cachorros de la revolución. Curiosa la cosa, dije en mis adentros, este parque tiene la misma edad que yo. Pero los eucaliptos, nimes y guamúchiles tendrán la misma edad, me pregunté. Quién sabe, porque la corteza de estos árboles tiene la apariencia de ejemplares veteranos, quizás porque de ellos se desprenden tiras que dejan manchas grises y parduzcas sobre la corteza interior del macizo.
Seguí caminando por el parque. Las hojas verdes azuladas del eucalipto segregaban un olor balsámico que mis narices captan con mayor intensidad a estas horas de la mañana. Ese aceite esencial me recordó los menjurjes que preparaba mi madre Catalina cuando sufría de enfermedades respiratorias, sobre todo, cuando la flema que escupía era de un color verde intenso. Es el signo, nos decía mi madre, de que la infección ya había agarrado vuelo. Y era el momento de poner a hervir agua en un recipiente con estas hojas ovaladas que trituraba para que más rápido se mezclara el aceite con el agua, en su punto de ebullición, para que se desprendiera ese bálsamo medicinal que era atajado con una toalla que mi madre me ponía sobre la cabeza y cubría con ella el recipiente, para que llegara a los pulmones al momento de aspirar el vapor.
Seguí a paso veloz por el parque, hasta que tuve frente a mí un triste pino, con sus ramas parduzcas, caídas como si se lamentaran del calor del desierto. Procuraban un aspecto sombrío que ni los perros que deambulan solitariamente por el parque, se atrevían a marcar su territorio en su áspero tronco; se mantenían a una prudente distancia. Al mirarlo me quedé hipnotizado. Mis brazos dejaron de moverse inconscientemente frente a ese tronco leñoso y elevado. Mis piernas se quedaron varadas y me retrocedieron a un año indefinido, ubicado poco antes de iniciarme en la escuela primaria del barrio. Es un enhiesto como el que se encontraba fuera de la casa vecina a la nuestra, en el barrio en el que viví mi niñez; le decíamos el pino de doña Lupe, una señora taciturna que animaba sensaciones muy recónditas, de abatimiento, como si hubiera perdido a un ser amado en un tiempo lejano que moldeaban su soledad.
Hasta esa época y espacio viaje al mirar la cicatriz leñosa, hasta una noche en que mi cuerpo se agitaba por la fiebre. La voz que salía de mi pecho era como una emanación del averno que apenas podía pronunciar. Mi madre Catalina, preocupada, me hizo aspirar vaporizaciones que preparó con agua hervida y hojas de eucalipto. No había otra opción, pues salir a la calle en búsqueda de un doctor, podría ser contraproducente para mi salud, por la brisa frío que movía las ramas del pino de la vecina, como banderas mal intencionadas y amenazantes. Luego me mandó a dormir para evitar que respirara el viento helado de aquel invierno. Y me fui a la cama que compartía con uno de mis hermanos, en una amplia recámara en la que nos guarecíamos los varones de la casa. Éramos cuatro y había dos camas. Todos se quedaron jugando, como era costumbre, hasta llegada la medianoche.
Al cerrar los ojos me disipé en el tiempo y el espacio, con una extraña sensación que concibió al cuarto como un sótano por el que se entraba a través de una escalinata de madera vieja y crujiente. De ahí procedieron unos pasos de un extraño ser que pensé eran de mi hermano mayor. Bajaba tosiendo, como si sus exhalaciones vinieran de una caverna ubicada en el más allá. Su bajar era lento, eterno, como si la escalinata no tuviera fin.
Quién anda ahí, pregunté asustado. La respuesta fue un carraspeado estentóreo. Eres tú, Ramón, quise precisar. Pero la respuesta fue una tos lúgubre que ahuyentó mi seguridad. Quise levantarme y no pude. Me apoyé con mis manos en la cama para sentarme y no pude sentarme por más fuerzas que aplicaba en mis brazos. Escuché una respuesta. Era una señal con mucha aspereza en la garganta de ese ser que ya no sabía si era mi hermano o era una entelequia que venía de algún círculo del infierno. De nuevo traté de levantarme, pero mi cuerpo empezó a elevarse de la cama con una tranquilidad desesperante. Eres tú Ramón o quién eres, pregunté con una serenidad disimulada que lindaba en un estado nervioso, fustigador. Me aferré a la cama, atrapé las cobijas con mis uñas, como garras, para evitar que la fuerza extraña me levantara como si mi cuerpo fuera una leve pluma que vuela con cualquier soplo de aire. Abrí los ojos y miré que el techo de la recamara estaba a mi alcance. Pero no quise soltar las cobijas de la cama para evitar la flotación de mi cuerpo. El techo estaba más cerca de mi cara. Y decidí rotar la mirada hacia abajo y alcancé a mirarme, como si mi espíritu se hubiera separado de mi cuerpo. Me vi exhausto, estirado como una tabla reposando en la cama. Volví mi cara hacía arriba y el techo ya casi rasgaba mi nariz. Y los pasos que escuchaba de la escalinata seguían bajando, haciendo crujir la madera vieja. La carraspera de ese ser que bajaba al sótano era más ruidosa, como si estuviera cayendo un fuerte rayo lento y profundo. Qué es esto, me pregunté. Es un sueño o es la realidad. Quise moverme y no pude. Mis brazos se quedaron engarrotados con un puño aferrado a las cobijas. Desesperado, decidí concentrar mis energías en una parte precisa de mi cuerpo, crear un punto de apoyo para mover mi universo atascado en esa noche. Concentré la mirada en mi mano. La visualicé, como si fuera una realidad. Luego concentré mi atención en mi dedo cordial derecho y en un momento dado, con toda la energía concentrada en ese punto, intenté mover ese dedo. Y de mi cuerpo salió un manotazo que golpeé a mi hermano, que ya estaba acostado en la cama donde me debatía entre el sueño y la realidad.
Qué te pasa, me dijo, deja dormir. Mi hermano estaba a un lado de mí y esas escaleras tenebrosas se habían esfumado con mi despertar. Entonces, volví a la serenidad, abrí los ojos y estaba extasiado frente a ese pino que se encuentra en el Parque madero.
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