Anoche volvió mi padre. Nunca me he ido, me dijo. Lo miro sorprendido como si fuera un enorme gorila que mide un metro noventa de alto. De ancho, me imagino, es más fácil sacarle la vuelta que brincarlo. Si nunca te fuiste, te pregunto ¿dónde has estado enorme orangután? ¿Dónde se encuentra ese espacio que ocultó tu enorme universo de risa silenciosa, de mirada humilde y a la vez justiciera? ´ ¿Bajo qué techo pudieron pasar desapercibidas tus manos de labriego, tus patas de elefante y la barriga de tonina recién almorzada?
Lo miro a los ojos. Son desafiantes como la mirada de un toro en brama y tiernos como los de una vaca enorme y lechera. Monumentales calichones que nunca estrellan su mirada, al menos que te interpongas de manera provocadora en su camino.
Dónde has estado, le digo. Me responde, he viajado como el agua del cardonal que borra todas las huellas, con el vaivén de las olas del mar, que ponen generosamente sus manos para alimentar pelicanos y gaviotas que nunca vuelves a ver.
Movió sus manos como enorme botarga, haciendo aspavientos para que el olor de la Catalina entrara por sus narices, como el humo de café nostálgico, que humedece la cocina.
Volteo a un lado y el sueño me pone en la calle de lo que fue nuestra casa. Niños jugando con una pelota. Mi hermana corriendo como una menor de cinco años, como si no hubiera pasado el tiempo de la partida de este ogro que nos acechó cada noche, por abajo del catre, en el que dormíamos para protegernos de la sospechosa presencia de un alma que no se quiere ir, a pesar de que ya le rezaron el padre nuestro en su féretro y le guardaron luto novenario tras novenario, cada año, cada 2 de noviembre, con pozole o menudo con patas, tan grandes como las de mi padre.
Una camioneta vieja se estaciona en la acera. Un chamaco que está por cumplir su quinto año en esta tierra, juega como si manejara un tractor o una trilladora. Tuerce el manubrio para esquivar un perro. Frena delante de mí y me doy cuenta que soy yo en el tiempo estacionado de aquél verano en el que dormías en un cajón con unas tinas con hielo por debajo
Qué sientes por la muerte de tu padre, le preguntó el primo Rufino. Nada, respondió inocente el chamaco, abriendo la puerta del auto para que saliera ese orangután salido del féretro. Miro ese universo de masa que se abre paso, zancada por zancada. Lo miro de arriba abajo. Y el dueño de esa barriga de ballena me dice: ya ves, te dije que no me he ido.